
Mompox, un paraíso entre el tiempo
Por Emmanuel Ramos M.
La espalda me dolía un poco luego de bajar del bus. EL calor era agobiante y seco. Luego de caminar un poco en búsqueda de una tienda para refrescarme, luego de casi 5 horas de viaje por entre carreteras que perecían el cuerpo de una serpiente, ya sentía la inclemencia del clima. El sudor apareció de un momento a otro.
No recuerdo a ver saboreado tanto una botella de agua en mi vida, sin embargo fue un bálsamo que necesitaba para lo que venía a hacer: caminar por entre un pasado olvidado. Así es, recorrer las calles de una de las ciudades más importantes para la cultura colombiana, empaparme de sus colores y olores era todo un sueño.
Pero ¿Por qué tan fascinación por un viejo pueblo? La verdad es que desde pequeño mi abuelo siempre me contaba la historia del país, desde su “descubrimiento” a manos de Colón hasta nuestros días. Este hombre, canoso como la nieve que nunca cae por estos lados, demostraba una gran pasión a la hora de contarme cada historia.
Sus palabras tenían la fuerza suficiente para hacerme sentir, extrañamente, bien en relatos que ya ocurrieron y que no volverán. Entre esos lugares escondidos por viejos y sabios se encuentra la ciudad que mis pies sienten hoy. Mientras descansaba en una pequeña silla que está dispuesta para la gente en la icónica plaza de Santo Domingo, observaba los bellos colores que bañan casi cualquier parte del pueblo. Aquella arquitectura sencilla, con unas fachadas de ventanas grandes y con tejados triangulares perfectamente alineados me hace pensar como habrá sido vivir en estas tierras.
La verdad es que entre sus amarillos, blancos y alguno otro tono de rojo reposan aires de libertad que nadie ha podido desprender. 1810 no es solo un número que se repite en cada esquina, arco o edificio, es un espíritu de las primeras declaraciones de independencia que aún retumban en la mente de una nación.
En sus calles empedradas caminaron una de las tantas voces que le brindaron a Colombia un sueño de libertad. En la iglesia de Santa Bárbara esta no solo el corazón de una pequeña zona que se alimenta de las frías aguas del poderoso río Magdalena, sin que también yace un pasado que aun alimenta el presente.
EL sol ya termina de ocultarse y aparece la cara de la luna que desde lo alto observa cada movimiento que hago. Luego de bañarme y descansar un momento en mi cuarto, decidí salir para ver la última joya que este diminuto cuento en vida, que acoge a gran cantidad de turistas, tiene que mostrarme: el cementerio central.
Con un aspecto una agradable para la vista de los visitantes, pero con los restos de aquellos fantasmas de las más grandes historias se presenta el altar de descanso de unos cientos. De un color blanco, de suave tono, aparecen estatuas y reconocimiento a los más grandes del pasado de un territorio. Este lugar no solo es un espacio para los que ya no están, es una memoria a lo que hemos sido y las marcas que hemos tenido. Una gran expresión de nuestros recuerdos.
La mañana aparece y el reloj de mi mano izquierda me indica que es hora de ir. Una parte mí no quiere desprenderse de este mágico lugar, pero a veces hay que pagar un precio para continuar nuestro camino.